Los tribunales populares están constituidos por grupos de personas que asumen ilegítima e inconstitucionalmente el derecho de juzgar a ciudadanos y condenarles a determinadas penas, incluso la pena de muerte, generalmente con violación del debido proceso y del derecho del encausado a ser juzgado por su juez natural. Se dan en tiempos convulsivos, sea con motivo de una guerra, o de una revolución, en el que el Estado se ha hecho ineficaz, teniendo sólo un control nominal sobre su territorio, en el sentido de tener grupos armados desafiando directamente la autoridad del Estado, no poder hacer cumplir sus leyes debido a las altas tasas de criminalidad, a la corrupción extrema, a un extenso mercado informal, a una burocracia impenetrable, a la ineficacia judicial, y a la interferencia militar en la política, lo que coincide con la definición de un estado fallido.

En Rusia, en la segunda década del s. XX, ante el vacío de poder creado luego de la detención del zar Nicolás II, las vacilaciones del gobierno de Kerensky y el golpe de estado bolchevique que originó una guerra civil, grupos organizados se encargaban de apresar y condenar sin fórmula de juicio a los adversarios, como expuso este escribidor en las Reflexiones de agosto 2017, en la titulada TERROR ROJO, en la que se relata que la Checa -la policía política, centro de detención, interrogatorio, torturas y ejecuciones – arrestó y ejecutó a unos 800 seguidores del Partido Social-Revolucionario al punto que esta organización desapareció, dejando el campo libre al bolchevismo para iniciar la dictadura del proletariado.

En España, en 1936, el vacío de poder surgido en el gobierno de la República al inicio de la guerra civil, fue ocupado por las milicias que se habían encargado de frenar el alzamiento militar en las ciudades bajo control republicano, las que, con ansias de revancha, dieron lugar a las “checas” y a los “paseos”, en base a los cuales los milicianos que dominaban las distintas ciudades y pueblos de la zona se tomaban la justicia por su mano, ante la ausencia de un poder central que monopolizase el ejercicio de la justicia, prácticamente una justicia popular incontrolada.

Cuando el 22 de agosto de 1936 fueron asesinados a sangre fría por milicianos un relevante grupo de políticos y militares detenidos en la Cárcel Modelo de Madrid, el gobierno republicano, para intentar controlar a los grupos armados y recuperar el control perdido, ideó una nueva estructura judicial en la que apareció el Tribunal Popular, competente “para juzgar los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado por cualquier medio”, y meses después el Tribunal Especial de Responsabilidades Civiles, con poder de incautar los bienes de todos los desafectos al régimen y sospechosos de traición y espionaje, “aunque no hubieran cometido delito alguno” y expulsarlos de su puesto de trabajo; y el 10 de octubre de 1936 se dispuso la creación de los llamados Juzgados de Urgencia, también tribunales populares con facultad para castigar penalmente los actos de “hostilidad y desafección al régimen que no sean constitutivos de los delitos previstos y sancionados en el Código Penal Común y en las Leyes penales especiales”.

Poco tiempo después se crearon los Jurados de Guardia para castigar las infracciones a los Bandos del Ministerio de la Gobernación que se consideraran como “perturbadores del orden público” o que tendieran “a perturbarlo” y aplicarían estrictamente el “procedimiento sumarísimo regulado en el Código de Justicia Militar”; y los Jurados de Seguridad, encargados de castigar a los “presuntos vagos habituales”. Los recursos de apelación contra sus sentencias los atendían los “Tribunales Populares” de la provincia respectiva.

No obstante que con la creación de los llamados Tribunales Populares se intentaba contener el descontrol de la aplicación de facto de justicia por propia mano y sin fórmula de juicio, fue célebre el caso de Manuel Iglesias por haber sacado de su casa madrileña al marqués de San Fernando y a unos amigos de éste, los trasladó a una checa y al día siguiente aparecieron asesinados. Por cierto, según Hermann Tertsh, al cesar la guerra, el susodicho Iglesias -abuelo del podemita Pablo Iglesias- fue condenado a la pena capital que luego le fue conmutada a 30 años, pero que no cumplió al ser liberado tan solo pagar 5 años por el crimen cometido.

En Cuba, con el triunfo de la revolución cubana en 1959, se inició la llamada justicia revolucionaria aplicada a la manera rebelde y guerrillera, con el paredón como marco de ejecución de la pena de muerte bajo la mirada impávida del “carnicero de la Cabaña”, el Che Guevara, conocido por ese seudónimo porque personalmente ejecutó o mandó ejecutar a funcionarios del depuesto gobierno de Fulgencio Batista. Todo al estilo nazi, que antes de la segunda guerra mundial, había instituido el Tribunal del Pueblo para juzgar delitos políticos.

Esos enjuiciamientos eran autorizados por los novatos gobernantes bajados de la montaña, inexpertos en política, leyes y derechos, y en ellos se violentaron los más elementales derechos humanos porque era justicia popular, expedita, sin formalismos; y fue la misma que se aplicó años después cuando la camarilla Castro resolvió deshacerse de su compinche el general Arnaldo Ochoa haciéndolo enjuiciar y fusilar en el paredón de la deshonra.

Como se ve, los tres aludidos casos de Rusia, España y Cuba dejan en claro que los tribunales populares se constituyen en tiempos en los que el estado de Derecho y la seguridad jurídica brillan por su ausencia, lo que se confirma con una reciente modalidad, como es la de los tribunales populares que grupos de autodefensa han organizado al sur de México, so pretexto de que lo que “No buscamos que el Gobierno nos dé todo, solamente queremos lo justo para establecer el orden público en el que participemos todos los miembros de las comunidades”, como dice la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado Guerrero (UPOEG) que cree las autoridades son incapaces de combatir el crimen organizado.

También es posible que, ante determinadas circunstancias que encuadrarían dentro del concepto de estado fallido, algún tribunal del sistema judicial ordinario de un país decidiera convertirse en tribunal popular y, como tal, pretender asumir las facultades constitucionales correspondientes a los otros poderes públicos, dictar decisiones contra los opositores y condenarlos sin cumplir con formalidades esenciales como el derecho a ser juzgado por el juez natural y el derecho al debido proceso. En ese caso, el tribunal trocaría su naturaleza institucional por la de un tribunal popular y sus integrantes dejarían de ser magistrados para convertirse en empíricos leguleyos capeados de toga y birrete, a quienes, en lenguaje galleguiano, cabría aplicarles el mote de mujiquitas.