LA OPORTUNIDAD PARA EL HONOR

Dice la inteligencia popular, que la oportunidad toca solo una vez en la vida nuestras puertas, por lo que hay que estar preparados y atentos a ese llamado para no desaprovechar lo que nos ofrece. La fortuna, el amor, el honor, cada uno tiene su oportunidad, y pasa por nuestra puerta y se nos advierte con su particular llamado, que podremos oír si hemos preparado debidamente nuestros órganos de escucha: si es la fortuna, con el oído de la ambición comedida, sobre la base de metas u objetivos de vida bien definidos; si se trata del llamado del amor, con el más humano de los órganos de audición, que es el de los sentimientos, despiertos y ejercitados desde las primeras instancias de nuestra vida; y si es el del honor el que se nos advierte, con el sentido del deber,  afinado por una rectilínea experiencia de vida conforme a la moral y a las buenas costumbres. Los dos primeros de los llamados y sus respectivos resultados, suelen mantenerse dentro del ámbito personal, sin trascendencia que incumba a la colectividad; pero, el otro, el del honor, su llamado es siempre público y de forzosa condición alternativa. No hay frente a ese llamado término medio, ni neutro, y el honor o la deshonra no se extinguen con el paso del tiempo ni con las distancias. Sus ocurrencias constituyen imborrables páginas de historia que persiguen al honrado y al deshonrado donde quiera que se encuentren y los alcanzan en cualquier tiempo a ellos y a sus descendientes. No es posible, por ejemplo, ser un connotado peculador, o un juez parcializado en un juicio trascendental, o un secuestrador, sin que la lacra o mácula de ese comportamiento no repercuta en los hijos y demás descendientes. Es parte de la herencia, aunque – a diferencia de los bienes materiales – no se puede renunciar a ella. Es implacable e inmisericorde. Se trasmite en vida. Se hace consustancial al individuo.

La manifestación más común del deshonor o la deshonra la podremos encontrar, sin lugar a du-das, entre quienes no están preparados para enfrentarse al dilema o disyuntiva, por no disponer de valores o principios morales que le sirvan de guía para su actuación o de freno a las tentaciones, o por una ambición desmedida o por una injustificable falta de carácter. Pero, aun así, quiéralo o no el sujeto, el enfrentamiento estará presente y una u otra actitud que asuma frente a la disyuntiva definirá su honra o su deshonra. Ni siquiera la renuncia al enfrentamiento lo libraría de las consecuencias, porque sólo pondría en evidencia una acción de cobardía, a la cual siempre va unida la sanción de la deshonra.

No hay comportamiento humano que ofrezca mayores ocasiones de elección entre el honor y la deshonra, que el ejercicio de una función pública; lo que nos advierte de la importancia y trascendencia de nuestra actividad electoral, en cuanto que debería estar guiada por una base que nos permita suponer de nuestro seleccionado, que sus virtudes le darán valor para aceptar el reto de las responsabilidades y le harán optar por el honor antes que cobrarse la deshonra con intereses bastardos. Parodiando al Libertador en su alocución en Angostura, “moral y luces son nuestras primeras necesidades”.  Lamentablemente, no ha sido precisamente eso lo que en algunas oportunidades hemos llevado a los poderes públicos.

Nuestro país está hoy en una situación en extremo delicada, al borde del hundimiento moral. No dejan de haber en ninguna de las ramas del poder público, situaciones en las cuales a los incumbentes no les corresponda decidir entre el honor y la deshonra. Son tantas y de tanta trascendencia que sin temor a exagerar podemos decir que tienen en juego la existencia misma del Estado de Derecho. En razón de esas circunstancias, nosotros quedamos también sometidos a la misma disyuntiva.

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                Ricardo Romero Muskus