Sin entrar en consideraciones de orden político, es público y notorio que las tensiones entre el TSJ y la AN continúan, desde que el máximo organismo judicial sirve de instrumento del Poder Ejecutivo para imponerse como poder único, sin control alguno; y ello forma parte de una política destinada a acabar con las instituciones consagradas en la Constitución de 1999 para dar paso a un sistema en el cual se imponga una voluntad única; y, en cumplimiento de ese objetivo, la sentencia N° 797 del 11 de agosto de 2016 de la Sala Constitucional del TSJ vuelve a limitar la actuación de la Asamblea Nacional al suspender cautelarmente las decisiones tomadas en las sesiones celebradas los días 26 y 28 de abril, y 03, 05, 10, 12 y 17 de mayo de 2016, con ocasión de una demanda de nulidad conjuntamente con solicitud de amparo cautelar presentada por varios diputados oficialistas, por considerar que la mayoría opositora en la AN no acató la sentencia N° 269 del 21 de abril de 2016 que interpretó que las sesiones parlamentarias deben convocarse con al menos 48 horas de antelación y que no puede modificarse el orden del día.
Lo que deliberadamente se omite es que esa sentencia N° 269, utilizada como pretexto para suspender las decisiones de la AN, constituyó una flagrante violación al principio de la separación de poderes consagrado en la Constitución al modificar por vía judicial el acto que regula el funcionamiento interno del cuerpo legislativo así como el procedimiento para la formación de las leyes.
Por tanto, al proceder como lo viene haciendo el TSJ, y fundamentalmente su Sala Constitucional, desconoce y viola el principio de primacía de la ley, conforme al cual todo ejercicio de un Poder Público debe realizarse dentro del ordenamiento jurídico vigente, y no en función de la voluntad de las personas, porque arbitrariedades como las que viene cumpliendo el órgano jurisdiccional escapan de la esfera del estado de derecho para convertirse en un instrumento político que, además de entorpecer la actividad legislativa de la AN, termina por disolver toda la estructura institucional del Estado.
John Locke, padre del liberalismo clásico (Second treatise of government, Hackett Publishsing Co., Indianapolis (Indiana), 1980, p. 46), dijo:
«[…] quien tiene el poder legislativo o supremo de cualquier comunidad, está obligado a gobernar por leyes permanentes establecidas, promulgadas y conocidas por el pueblo, y no por decretos extemporáneos: por jueces indiferentes y verticales«.
Dr. Carlos J. Sarmiento Sosa